miércoles, 17 de noviembre de 2010

La ciudad enmudecida


Ése día el cielo estaba completamente cubierto de gris, como si la ciudad misma quisiera esconder un secreto. Un gris que se rasgaba en miríadas de gotas de agua que caían bella pero ferozmente sobre la ciudad. Si alguien escuchara atentamente podría darse cuenta que el golpe de las gotas contra la tierra, el asfalto, el acero y el plástico producían la más hermosa de las melodías. Una melodía mesmerizante, que hace que los seres humanos actúen de maneras que no acostumbran bajo las condiciones climáticas usuales.

Nos situamos sobre un puente de la ciudad. Un puente por el que deambulan infinidad de peatones como hormigas obreras, yendo de un punto a otro, cumpliendo con su rutina, con su existir. Sin embargo, cada una de estas personas tiene su propia historia de vida, sus propios gustos, su propia manera de tomar los cubiertos al comer, su propia forma de caminar, sus propios miedos y sus propios deseos.

Está lloviendo como si nunca antes en la historia de la ciudad hubiera llovido; como si el cielo hubiera guardado todos sus lutos para ese día. Y en medio de semejante espectáculo, nos llama la atención la chica que lleva la sombrilla a rayas de color pastel. En medio de un jardín de sombrillas negras la sombrilla diferente capta nuestra atención. Nos acercamos un poco y podemos observar que va caminando cabizbaja, como quien ya tiene memorizada su ruta a casa, su vida. Sin embargo, hay otro individuo que también nos parece interesante dentro del grupo de hormigas y  atrae nuestra curiosidad; caminando en el sentido contrario, con nada más que un impermeable blanco como protección para semejante situación meteorológica, se encuentra un chico que va absorto en sus pensamientos, pensado probablemente si  aquellos coches, que pasan por debajo del puente, no serán más bien peces nadando en un océano gris.

La hermosa melodía acuática sigue aún su curso. Sin que nadie lo note nuestros dos personajes se van acercando, y sabemos que algo va a ocurrir, como cuando las puertas de un elevador se están cerrando; cerrando para final e indefectiblemente encontrarse en la mitad del trayecto.

Dos almas que van a colisionar están separadas en este momento por apenas tres metros de espacio y agua.

Por un cortísimo instante nuestros dos protagonistas, quizás guiados por la curiosidad o la desesperanza, logran escuchar una parte. Una insignificante y pequeña porción de la sinfonía acuática del sublime concierto que se está dando, sin que el resto del mundo ni siquiera sea consciente de ello. Y al hacerlo, ambos empiezan a levantar la mirada. Como si se les acabara de dar una orden, centímetro a centímetro, gota a gota levantan sus cabezas, hasta que finalmente pasa lo inevitable.

Los ojos se encuentran y ambos retienen el aliento, el tiempo empieza a enlentecerse. Los otros transeúntes ya no existen, son sombras sin rostro. Y debajo del puente ya no hay una carretera; ahora es un mar de una extensión majestuosa. Los autos ahora son peces suspendidos en el tiempo que despiden luces rojas y amarillas, y las gotas que caen sobre el puente están totalmente detenidas; son prismas atravesados por las luces de los peces, lo cual genera que cada gota sea igual a un pequeño foco de luz. Luces amarillas y rojas cubren todo el lugar mientras los dos jóvenes se sostienen la mirada. Y en este momento, la ciudad enmudecida.

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